Ángel Abad Silvestre

Si mal no recuerdo (podría ser), conocí a Ángel en una remota asamblea de CCOO en el aeropuerto (antes campo de aviación) de Sabadell, en 1967, creo, donde a grandes voces, entre el estruendo de las avionetas, intentábamos convencernos de la necesidad de organizarnos, los trabajadores, claro. Éramos muchos en un gran círculo. Allí conocí también al futuro gran alcalde Farrés. Marchamos de allí eufóricos. Esa noche, y alguna más, la pasamos algunos en los sótanos de Vía Layetana. A ese encuentro con Ángel siguieron otros y, tal vez un año o dos después, formábamos una pareja en verdad vistosa e inconfundible, de la que los hermanos Creix hacían pitorreo y escarnio. Efectos de la línea de salir a la superficie y forzar la legalidad.
Mi ya frágil memoria evoca ahora muchos de los momentos y situaciones en los años que siguieron hasta la caída del 69. Y el tortuoso camino político, ya en los años setenta, hasta la transición. De la revolución a la reforma. Viví una parte de este proceso en un puesto de observación privilegiado: el “núcleo” (PSUC), donde Ángel tenía y ejercía un papel principal. Tuve, pues, ocasión de compartir con él un tramo del camino, atisbar incluso retazos de la dureza de su vida personal y familiar. Ninguna broma.
Hombre de pocas palabras, a la medida de los tiempos, las necesarias y, a lo sumo, las justas. Solo hablaba de lo que sabía y con cautela. Le tocó bregar con cambios que desgarraban las costuras de la vieja familia, la Familia, de la fratría de Burgos por más señas. Lo hizo como mejor sabía, con discreción y obediencia monacal. Como muchos, yo mismo, tragó los sapos que había que tragar. Ni revolución, ni república, ni tricolor. A cambio, libertades y derechos. Las cárceles y las torturas, para el recuerdo. Y algo que aún hoy, parece, sigue teniendo el color de una bandera roja: el estado del bienestar. Si lo pienso, tampoco está tan mal, camarada Ángel. A ver qué hacéis con la cosa, vosotros, los menos veteranos.
Aún hoy, ahora, me asombra el cuajo y la contención de aquel hombre, al que nunca vi perder la compostura, maestro en discreción, entereza y, sobre todo, dignidad.