Giaime Pala

Existe un sintagma italiano que no tiene una precisa traducción al castellano y a los otros lenguajes ibéricos. Me refiero a “buen senso” (“buen sentido”), expresión que se acerca mucho al “sentido común” al que suelen apelar los políticos españoles supuestamente sensatos y cercanos a los sentimientos del pueblo llano. En Italia, en cambio, “buen sentido” y “sentido común” (senso comune) son dos conceptos cuyas ligeras diferencias semánticas han estimulado la reflexión de no pocos críticos de la cultura. El caso del pensador marxista Antonio Gramsci es seguramente el más famoso. En su opinión, toda clase social tiene su propio “sentido común”, es decir, una visión del mundo no homogénea, multiforme y derivada ‒en formas elementales y folclóricas‒ de las corrientes filosóficas de su época. Este sentido común no siempre es negativo, ya que puede convertirse incluso en un factor de movilización política, pero es siempre insuficiente para dar vida a un cambio social real. Quien se proponga alcanzar formas de civilización más justas y avanzadas debe superar el sentido común y elaborar una visión del mundo más sofisticada y adherente a la realidad. En definitiva, tiene que acercarse al “buen sentido”, que Gramsci identificaba como una actitud filosófica (y no folclórica) ante la vida.
Sirva esta premisa para hablar de Ángel Rozas Serrano (1927-2010), joven trabajador andaluz que, en la inclemente España de posguerra, emigró a Cataluña y, desde allí, contribuyó a mejorar las condiciones morales y materiales de los asalariados del país. Es ciertamente correcto resaltar el compromiso democrático de Rozas en los tiempos de la dictadura franquista, estudiar su larga militancia en el Partit Socialista Unificat de Catalunya y en Comisiones Obreras, y valorizar el precio que tuvo que pagar por ella en términos de cárcel y acoso policial. En este sentido, estoy convencido de que una figura como la suya seguirá interesando a los historiadores del futuro.
Con todo, no podemos limitarnos a recordar solo los aspectos más heroicos de su acción sociopolítica. Rozas fue también un ejemplo de superación intelectual en un sentido gramsciano: un hombre que se opuso a la injusticia social gracias a una conciencia de clase instintiva y a un “sentido común” rebelde tan efectivo como disperso y gelatinoso, pero que comprendió la necesidad de elevar su formación teórica ‒sirviéndose de ésta para mejorar su práctica militante‒ y de ordenar su manera de ver el mundo y los procesos productivos. En resumen, formó parte de aquella clase trabajadora del siglo XX cuya aspiración a ejercer un papel protagónico en la sociedad la empujó a salir de la esfera del “sentido común” para afianzarse en el terreno del “buen sentido”.
Aunque nosotros vivamos tiempos diferentes de los de Ángel Rozas, no hay motivos para pensar que, en lo esencial, dicha manera de encuadrar el rol y los deberes de los trabajadores socialmente más conscientes tenga que cambiar.