Javier Pacheco

Ángel Rozas es para mí un nombre conocido y, sin embargo, es el de un hombre al que por mi edad no pude conocer como hubiese querido. Sé que fue hijo de la emigración, de esa epopeya del medio siglo que movilizó a millones de personas de una punta a otra del país. Mi familia fue una de esas familias. Sé que fue obrero de la construcción, como lo fueron gentes como Luis Romero y sus manos, sus capital, amigo y camarada. Sé que no pudo ir a la escuela porque era pobre y de familia de los perdedores de aquella maldita guerra civil del 36, por lo que Ángel fue un autodidacta, como lo fue su amigo y camarada Juan Navarro. Pero también sé que, por eso mismo, Ángel salía corriendo del trabajo por las noches para ir a la Academia Cots, en el Portal de l’Àngel, y perder horas de sueño para ganarlas en conocimiento. También sé que Ángel fue militante comunista, aquellos que fueron los más perseguidos y al mismo tiempo los más valorados por la dictadura de un general disfrazado de estadista, que pasó de acólito del nazifascismo a cruel cancerbero de Occidente. Sé que Rozas fue representante de los trabajadores, elegido enlace sindical cuando el llamado Vertical era el sindicato único de patronos y trabajadores, y cómo después fue perseguido y detenido en numerosas ocasiones, como lo fue su amigo del alma Joan Folch, hasta que en 1969 Ángel tuvo que abandonar el país y refugiarse en París. Por lo me cuentan sus amigos y camaradas, sé que en la capital francesa, junto con otros compañeros, Carlos Elvira y Cristobal Hernández, organizó la Delegación Exterior de CCOO para buscar apoyo y solidaridad para con aquel jóven y potente movimiento de los trabajadores que encarnaban las Comisiones. Finalmente, conozco que junto con su compañera Carmen volvió en 1977 a Barcelona, donde desde entonces hasta su muerte con 80 años, en 2010, Ángel fue dirigente sindical y presidió un instrumento de la política cultural del sindicato al que se decidió poner el nombre de uno de sus camaradas más queridos, la Fundació Cipriano García.
Como digo, conocí poco o bien pensado no tuve la oportunidad de conocer lo suficiente a Ángel Rozas Serrano. Sin embargo, los militantes de Comisiones Obreras de Catalunya de la generación a la que pertenezco tenemos momentos, luchas y reivindicaciones, negociaciones y acuerdos, imágenes pasadas o recientes, pero en particular colectivos y personas que constituyen referentes tanto para nuestra acción como para nuestro pensamiento. Ángel Rozas forma parte de ese mosaico humano compuesto por aquellos miles que lucharon por las libertades y la democracia en nuestro país. Cuando se vivía confinados por la dictadura y la palabra libertad era apagada en la oscura madrugada. Cuando la palabra huelga estaba prohibida y circulaba en octavillas mal impresas. Cuando la palabra solidaridad se tejía en las fábricas y en los barrios, y cuando decir compañero y compañera eran santo y seña de la unidad de la clase trabajadora. Cuando la democracia se ejercía en la calle para conquistarla como forma de gobierno y forzar su entrada en las empresas. En definitiva, mientras se construía un ideal de emancipación que empezó antes que nosotros y continuará después, a través de esa utopía cotidiana que se llama sindicalismo.
Como antes, como hoy y como siempre son los potentes focos de la militancia los que dan sentido y proyección al futuro de nuestro sindicato. Están siendo los trabajos en medio de la pandemia los que han colocado al pueblo trabajador en el centro de la sociedad. El sindicato de las CCOO, formado como antes, como hoy y como siempre por mujeres y hombres, se ha mostrado útil para dar significado a las palabras solidaridad, unidad, salud, bien público, igualdad, libertad y democracia.
La memoria de Ángel mantiene viva y presente la lucha de miles de compañeros y compañeras de CCOO. Él mantiene presente el grito: Viva CCOO y Viva la Clase Obrera.